Muchas veces me he preguntado qué nos queda de cuanto leemos cuando pasan los años y la memoria, poco a poco, se va derrumbado como si fuese una casa antigua, antaño acogedora, pero ahora inhóspita y lúgubre y decrépita. ¿Queda algo? Esta semana penosa por la muerte de un familiar querido que se ha llevado con él muchas historias de mi infancia que ya no podré recuperar he dedicado unas horas a ordenar mi desvencijada biblioteca adolescente, la que sobrevive en el despacho que mantengo en casa de mis padres y he dado con mi viejo ejemplar de Argos Vergara de "El danzarín y la danza", la novela de Andrew Holleran, seudónimo de Eric Garber, [1944] que se publicó a finales de los años setenta. Yo debí leerla a principio de los ochenta, en mis últimos años de universidad y ahora me pregunto, qué recuerdo de aquella novela que entonces, como tantas otras, me salvó la vida, o me salvó de la indiferencia de la vida, de la rutina y el tedio y el hastío de un presente gris y conformista en una pequeña ciudad de provincias. La novela fue una iluminación en aquella época. Una época donde no era fácil leer literatura gay. Y menos de cierta calidad literaria. Es algo que ahora no se aprecia, cuando tan fácil es acceder a todo tipo de información; pero entonces eran otros tiempos. Por desgracia de aquella crónica del mundo gay neoyorquino repleto de sexo, drogas, prostitución y promiscuidad pre hecatombe SIDA apenas guardo recuerdos borrosos. La singularidad de que este narrada en primera persona del plural, el incendio final en la sauna, quizás. Y por supuesto los dos personajes principales Anthony Malone y Sutherland. Dos prototipos de la época que todavía siguen existiendo hoy día si uno rasca debajo de la capa de falsa modernidad que recubre el ambiente gay moderno y abierto que parece que estamos abocados a vivir como si fuésemos eternos adolescentes. Todavía quedan muchos Malone encubiertos. Pero "El danzarín y la danza" es una oda a la vida loca y desenfrenada en una ciudad que simboliza como ninguna la libertad en todos los sentidos. Odisea Editorial la ha vuelto a editar, esperemos que con mejor traducción que la de entonces. Quizás no deba volver a releerla. Hay lugares donde hemos sido felices a los que no deberíamos volver nunca. Por higiene sentimental. Pero desde luego, quien que no la haya leído, sería imprescindible que se acercase a sus páginas, aunque solo sea por arqueología literaria. El hermoso cadáver de Anthony Malone se conversa como hace más de treinta años; incorrupto. Yo me quedo con los versos de William Butler Yeats que sirven de apoyo al título de la novela: How can we know the dancer from the dance? Pues eso ¿Cómo distinguir al danzarín de la danza?
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