sábado, 24 de abril de 2010

AMÉLIE NOTHOMB



Hay autores adictivos. Por ejemplo Amélie Nothomb [Kobe, 1967]. Como todos los autores adictivos hay que leerlos con pasión, pero con cuidado. No sólo enganchan, también provocan mono. Con Amélie no hay problema. Escribe como si respirara literatura. Ha escrito más de veinte novelas, casi todas de una brevedad deslumbrante frente a la mayoría de la novelas actuales que tienen un exceso de grasa y de páginas. Parece que una novela no es novela si no supera las 400 páginas, aunque le sobren 300. Con Amélie no ocurre. Ella gestiona perfectamente los tiempos y las páginas. Sus novelas siempre se quedan cortas. Nos dejan con ganas de más. Procuro leer las novelas de Nothomb distanciándolas en el tiempo. Es por una cuestión de intensidad. Son breves, pero exigen tal nivel de atención que agotan. Luego, uno necesita un tiempo de reflexión. Todavía perduran en mí los ecos de "Estupor y temblores" [1999] descripción de su experiencia laboral en una empresa japonesa. Uno no sabe si reír o llorar con las ocurrencias de "Metafísica de los tubos"[2000] y "Higiene del asesino" [1992] es un tour de force literario admirable. Acabo de terminar "Ordeno y mando" [Anagrama, 2010]. Es difícil comenzar una novela como ella lo hace y que no se te venga abajo a la tercera página, pero ella logra el milagro. La novela se sostiene sobre el absurdo de una usurpación de personalidad, la de Olaf Sildur por Baptiste Bordave. Quién no querría cambiar una vida mediocre y gris por una de lujo y misterio. Sobre una situación única y apenas un par de personajes principales, Amélie Nothomb construye un entramado de sugerencias delirante y una crítica a la sociedad actual -donde quien más tiene puede seguir fingiendo que tiene más, aunque carezca de casi todo-. Vivimos en una sociedad de fingimiento. Como de costumbre, lo mejor son esas líneas cortantes como las aristas del cristal que hieren la mirada del lector desde el espejo de la página: "Desde Kafka, está demostrado: sino eres paranoico, eres culpable"; "Uno se siente estimulado cuando habla de la muerte"; "Algunas palabras adquieren su sentido más profundo cuando las pronuncian los demás"; "Las más hermosas ensoñaciones se producen en los trabajos más estúpidos"; "Los museos ganan cuando se visitan con gente inteligente"; o la más contundente: "La cultura se fundamenta en un mal entendido". Seguramente, esta última afirmación se puede aplicar a la vida: "La vida se fundamenta en un mal entendido". Eso debe pensar la mayoría de la gente que no sabe qué hacer con su vida aparte de sobrevivir, ver deportes en la tele y pagar la hipoteca.

sábado, 10 de abril de 2010

GERALDINE CHAPLIN


Ayer fui a ver "La isla interior" [2009] de D. Ayaso y F. Sabroso. Y la película desató en mí los lazos de la nostalgia. Nostalgia por un tiempo que ya no existe, pero en el que fui más feliz si alguna vez lo fui. La película es demasiado obvia y es imposible no pensar en Pedro Almodovar al verla. No por alguna escena en particular sino por el aire de "algo ya visto". Sin embargo, el film me ha permitido reencontrarme con dos actrices a las que admiro profundamente desde lo tiempos en que quizás fui más feliz y desde luego tenía muchas más inquietudes cinematográficas que ahora. La no muy pródiga Cristina Marcos [Barcelona, 1963] cuyo debut en "Maravillas" [1981] de Manuel Gutiérrez Aragón me fascinó y, como no, la maravillosa Geraldine Chaplin [Estados Unidos, 1944] nieta del dramaturgo E. O´Neil, autor entre otras de "Deseo Bajo los olmos" , "El luto le sienta bien a Electra" o "Largo viaje del día hacia la noche". Para mi Geraldine siempre será más la nieta del dramaturgo que la hija del actor y director. Y se me han desatado los lazos de la nostalgia porque la he recordado no en sus últimas apariciones breves como mujer entrada en años madre o tía de los protagonistas desde que apareció en "La edad de la inocencia" [1993] de Martín Scorsese y posteriormente en "Home for Holidays" [1995] de Jodie Foster; "Hable con ella " [2002] P. Almodovar o "En la ciudad sin límites" de Antonio Hernández. No, la Geraldine que rescato, tampoco es la de "Doctor Zhivago" [1963] de David Lean, todavía inexpresiva, pero muy ajustada al papel, si no la que rodó rarezas como "In memoriam" de Enrique Brassó o "La casa sin fronteras" [1972] Pedro Olea. Y desde luego todo el ciclo de películas con Carlos Saura. Películas demasiado crípticas y modernas para su época. Ella aportaba allí el toque de modernidad en un país maniatado por la dictadura. De "Peppermint Frappé" [1967] a "Mamá cumple cien años" [1979] pasando por "Stress-es-tres-tres" [1968], "La madriguera" [1969], "El jardín de las delicias" [1970] "Ana y los lobos" [1973] o "Cría cuervos" [1975]. Y desde luego mis favoritas "Los ojos vendados" [1978] sobre una pareja en crisis y "Elisa, vida mía" [1977]. Para mi Geraldine Chaplin siempre será Elisa. Pero también están su trilogía con Robert Altman "Nashville" [1975], "Buffalo Bill y los Indios" [1976] y "Un día de boda" [1978] O sus colaboraciones con Alan Ruphol antes de que este director perdiera el rumbo: "Remenber My Name" [1978], "Welcome to L. A" y "The Moderns" [1988]. O rarezas como "Roseland" [1977] de James Ivory ; "Los unos y loa otros" de Claude Lelouch o "La vie est un roman" [1983] de Alain Resnais. Todas están películas quedan muy atrás en el tiempo, pero forman parte de mi memoria cinéfila. De un tiempo de añoranza. Y al ver a Geraldine Chaplin en una de las secuencias finales de "La Isla interior" en posición fetal en la cama, quieta, antes de comenzar a temblar; me ha alegrado poder pensar que ella es una superviviente. Y que quizás también, cualquier tiempo pasado fue mejor.




jueves, 8 de abril de 2010

MANSOS, ROBERTO ENRIQUEZ


Ignoro el porqué, pero últimamente la mayor parte de los finales de las novelas que leo no me acaban de convencer. Debe de ser un problema mío. Es lo que me ha pasado con esta estupenda novela de Roberto Enríquez [1971] publicada por Caballo de Troya. "Mansos" es corta, es provocativa y es intensa. Y está bien escrita. La situación ligeramente absurda que se narra está perfectamente sostenida por el autor. Los detalles y la crudeza del lenguaje son asumibles dada la situación del personaje principal - que a falta de taxis decide pasar lo que queda de noche en una sauna gay de la capital-. Una mala noche la tiene cualquiera que diría Eduardo Mendicutti con unas gotas del humor desenfrenado de "Jo que noche!" [1985] de Martín Scorsese. Hay homenajes explícitos y otros que pasan más desapercibidos. A Truman Capote: "(¿Cómo soy? Cliente. Joven (treintaicuatro). Gordo. Guapo. Rico. Homosexual. Alcohólico. (Ni drogadicto ni un genio, Truman). Inseguro. Paranoico. Nervioso. Risueño. Y educado)" que reversionan la famosa definición del escritor norteamericano: "Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio". Otro homenaje es al famoso "Je me souviens" [1978] de George Perec [1036-1982] entre las páginas 96 y 99. No olvidemos tampoco el capítulo dedicado a "Mi desconfiada esposa" [1957] de Vicente Minelli. Dispersas por el texto algunas frases que diseccionan la la hipocresía de la realidad: "La verdad os hará libres. La mentira mansos", "La mayoría de la veces he follado por no estar solo, para que me abrazaran, para obtener el tacto de otro cuerpo, para sentirme atractivo -y ya ni eso, ya he renunciado al ritual apareatorio como prueba, me niego a perder el tiempo, la moral y la autoestima: ahora ya solo follo por dinero. Con dinero". La novela no deja esperanzas a casi nada. Mejor así. La vida se parece demasiado a una sauna donde te roban la cartera, o en este caso el bolso Hermes. Ni dejen que el vapor les nuble los ojos. Léanla.

sábado, 3 de abril de 2010

ANA MARÍA SHUA

Las ferias del libro antiguo o del libro de ocasión sirven para algo; sirven para rescatar del olvido libros dificiles de encontrar. Es lo que me ha ocurrido con una novela de la escritora argentina Ana María Shua [Buenos Aires, 1951]. Aunque es más conocida por su libros de relatos breves, o por su libros infantiles, Shua es también autora de otras tres novelas que desconozco "Soy paciente" [1980], "Los amores de Laurita" [1989] y "El libro de los recuerdos" [1999], y de la novela de la que hablo, que es la cuarta de las suyas y tiene un título que me encanta "La muerte como efecto secundario" [2002, Editorial Sudamericana]. No se trata de una novela fácil, a pesar de ser una novela lineal y contada en forma de cartas que nunca serán enviadas a un personaje femenino que por su ausencia queda retratado por defecto. Pero si la historia de amor del protagonista Ernesto Kollody es importante para el desarrollo de la trama, lo que de verdad importa es la historia de la relación entre ese hijo que no termina de madurar y ese padre moribundo que no termina de morirse. Hay una relación paradójica de amor y odio y culpa. Vivimos en una utopía; en un futuro más posible de lo que parece. Un futuro donde el dinero es fundamental, donde los viejos enfermos son apartados de la sociedad en las irónicamente denominadas Casas de Recuperación y donde la violencia, la soledad y el desarraigo están a la orden del día. Shua juega con la ironía. Una ironía cruel. El protagonista sobrevive maquillando muertos para que recuperen el aspecto que tenían cuando estaban vivos, y maquillando viejos para que parezcan jóvenes. La insatisfacción es la norma. Hay algo alucinado en la lectura de estas páginas. Algo triste y devastador. El final no me convence del todo. No me parece a la altura del resto del relato, pero uno disfruta de cada una de las frases del libro. De vez en cuando hay deslizamientos hacia la poesía. De vez en cuando una frase brilla como un relámpago: "Cuando se persiste en vivir más allá de ciertas fronteras, no suelen quedar amigos con los que celebrar el triunfo"; "El teléfono me despertó como si gritara"; " Nadie puede humillarte como tus padres"; "Cada uno de nosotros es el centro de su propio universo"; "La locura se parece a la muerte". Las sugerencias de esta novela son múltiples. Es un universo cerrado y como tal remite a otros universos cerrados. La propia autora en un pasaje del final rememora otros universos similares y un breve homenaje a la literatura, que no nos salva de nada, pero nos salva de casi todo: "Con un optimismo que el tiempo ha vuelto absurdo, Bradbury anticipó, en Farenheit 451, un mundo en el que había sido necesario prohibir la literatura para que desaparecieran sus lectores. Ese mismo optimismo lo llevó a imaginar una comunidad marginal de lectores memoriosos, convertidos en libros vivientes, como una suerte de paraíso para personas buenas, inteligentes, sensibles y generosas. La loca ilusión de que los buenos lectores son mejores que el resto de los seres humanos". La literatura siempre es un paraíso, aunque los buenos lectores no sean mejores que el resto de los seres humanos, pero seguramente siempre serán más inteligentes, sensibles y generosos.