Una buena obra debería hacernos reflexionar no solo sobre el argumento de la obra sino sobre el hecho mismo de escribir. Sobre los mecanismos de la escritura y sobre las razones que han llevado al autor de la obra a escribirla. "El comensal" de G. Ybarra [Caballo de Troya, 2015] es una de esas obras que interesan por lo qué cuenta sino por cómo lo cuenta. Dos muertes separadas en el tiempo, pero íntimamente relacionadas en la memoria sentimental de la autora conforman el argumento de esta novela que no busca ser autobiográfica aunque en el fondo lo es, pero eso importa poco a la hora de leerla. Importa poco que sepamos que los hechos narrados son verdaderos; porque la verdad de la novela es literaria y no atenerse a la realidad de los hechos. Gabriela Ybarra [Bilbao, 1983] narra sus recuerdos de un tiempo sin recuerdos y sus recuerdos de un tiempo de dolor y duelo y muerte. Reconstruye el secuestro y asesinato por parte de ETA de su abuelo paterno, cuando ella todavía no había nacido y al mismo tiempo nos narra -como quien introduce el bisturí en la carne viva de una herida-, los últimos meses de vida de su madre y su muerta a causa de un cáncer. En ninguna de las dos historias intenta apelar al sentimentalismo ni dar lástima. Su narración y su reconstrucción de los hechos es clara, limpia, certera, casi podría considerarse objetiva si no fuera porque ella es parte importante de la trama. Existe un exquisito despojamiento formal. Una tendencia a lo esencial, a decir mucho con los mínimos elementos imprescindibles. No hay victimismo solo aceptación de que cada uno vive la vida que le toca vivir hasta que las circunstancias imponen el fin; un final que no podemos elegir. Hay un elegante modo de decir y enfrentar la cotidianidad de la muerte; esa que está en el día a día del hombre y que nadie quiere ver, porque tendemos a pensar que la muerte es cosa de viejos. Nada más lejos de la realidad. Hay un ajuste de cuentas pendientes con el pasado familiar, un ritual de duelo mucho tiempo después de los acontecimientos que lo han generado. La manera de narrar de Gabriela Ybarra no huye de la crueldad inherente a todas las situaciones vitales del hombre. Intenta no juzgar ni siquiera a los enemigos, a los asesinos, porque juzgar implica comprender y toda comprensión nos pone al mismo nivel de la persona que juzgamos. Hay un interesante juego con el tiempo y el espacio, con el tempo narrativo; ese contar la historia un año después de acontecidos los hechos y al tiempo que se escribe sobre ella volver a los lugar donde se ha sido desdichada, que me recuerda a ese momento de "Retorno a Brideshead" de Evelyn Waugh en el cual Sebastian comenta que deberíamos enterrar un objeto en cada lugar donde hemos sido felices, para más tarde cuando ya no lo seamos, poder volver a esos lugar y rescatar ese momento de felicidad. Gabriela Ybarra actúa un poco así, pero con la infelicidad y la desolación. Vuelve a las habitaciones del hospital donde estaba ingresada su madres, a las salas de espera, para rescatar un algo; el aliento del momento, se diría. Pero esta novela breve, que se lee como si fuese un suspiro, aunque suene a frase hecha, es importante por otros motivos, por sus diversos niveles de lectura entre lo generacional y lo personal, entre la Historia con mayúsculas y la pequeña historia personal de cada individuo; por su discurso nada impostado, casi naturalista sobre la realidad de la muerte; por esa manera firme y cortante de narrar, no como el leñador que da un hachazo y fragmenta la corteza de la realidad sino como el cirujano que disecciona diversas partes de un cuerpo que solo están relacionadas entre sí por el alma que ya ha abandonado a ese cuerpo. El resultado puede parecernos frío, pero bajo esa prosa gélida late el corazón detenido de una vida apasionada.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar