Releo después de más de treinta años "Confesiones de una máscara" de Yukio Mishima [1925-1970] para el club de lectura en el que actualmente estoy. Siempre he sentido fascinación por el autor. Tanto es así que en mi primer poemario "Quedan las palabras" le dediqué uno de los poemas. Uno quizá no debería volver a releer aquellos libros que alguna vez le marcaron de por vida. Como tampoco se debería volver a los lugares donde se ha sido feliz. Si analizo ahora el texto de Mishima lo encuentro frío, a pesar de que trata de asuntos que siempre me han interesado: la necesidad compulsiva de la escritura, el sadomasoquismo, la homosexualidad, el concepto de máscara como refugio ante un mundo hostil, la relación entre el deseo y la culpa. O su ausencia. Lo cierto es que ahora el relato me deja indiferente. Y tengo la certeza que cuando lo leí por vez primera no fue así. La vida nos conduce a lugares extraños. Nos aleja de aquel que fuimos o quisimos ser. Recuerdo que vi en su momento "Mishima: una vida en cuatro capítulos" dirigida por Paul Schrader en 1985 y que coquetee con el ensayo que Marguerite Yourcenar le dedicó al autor de "El marinero que perdió la gracia del mar"; "Mishima o la visión del vacío" [1980]. Y con esa biografía psicológica de Juan Antonio Vallejo-Nagera "Mishima o el placer de morir" [1978]. Qué queda en mí de todo aquello. Un poema en un libro y el titulo de un relato con el que fui finalista en un concurso de relatos de tema marino: "El farero que perdió la gracia del mar". Esto sería falsear en cierto modo la realidad. Quedan más cosas. Al menos un modo de mirar la vida desde el punto de vista del monstruo que todos llevamos dentro. Porque el protagonista de "Confesiones de una máscara" se ve en todo momento como fuera de la norma. Un ser aberrante, incapaz de reconciliar sus deseos y pulsiones sexuales con lo que la sociedad le impone como normal. Y claro, esos destellos que como desgarraduras propias de Cioran rasgan la prosa del autor japones. La infancia es un periodo en el que el tiempo y el espacio se mezclan. / ...ansiamos cosas que en realidad no deseamos en modo alguno. / Confundía el feroz e imposible deseo de no querer ser yo con el deseo sexual de un hombre de mundo, con el deseo que nace de ser uno mismo. / ...yo gozaba imaginando los curiosos dolores de una persona que deseaba morir, pero que era rechazada por la Muerte. / ...¿no es verdad que hay cierto remordimiento que precede al pecado? ¿Era remordimiento por el mero hecho de existir? / ...la imaginación que sigue la línea de menor resistencia ninguna relación guarda con la crueldad, por muy cruel que parezca. No es otra cosa que que el producto de una mente perezosa y tibia. / En la muerte había descubierto el verdadero "destino de la vida". / Las personalidades románticas están penetradas de una sutil desconfianza hacia el racionalismo, y eso conduce, a menudo, a este acto inmoral que se llama soñar despierto. / La costumbre es una horrible realidad. / Ni siquiera una persona normal puede regir el comportamiento únicamente mediante la voluntad. / El criminal condenado a muerte no se suicida. / La persona que jamás ha conocido la felicidad carece de derecho a burlarse. / Mi cinismo nacía de mis deseos de impresionar al prójimo y de mi necesidad de defenderme.../ La mojigatería es una forma de egoísmo, un medio para protegerse de uno mismo, impuesto por la fuerza de los propios deseos. Solo son frases, destellos como puñaladas en un texto cerebral, elaborado desde la distancia que produce la separación del yo que se mira al espejo y contempla en él el alma corrompida de la bestia interior. No en vano una de las primera citas que hay en el libro es a un poema de Oscar Wilde y referencias a sus cuentos. No deberiamos olvidar que Wilde es también el autor de esa obra maestra que es "El retrato de Dorian Gray" [1890]. Mishima puso mucho de sí mismo en el personaje de estas confesiones, que si no es él se le parece mucho.
No me resisto a reproducir aquí el poema publicado en "Quedan las palabras" [2000] Instituto de Cultura Juan Gil-Albert.
Confesiones de una máscara o monólogo final de Yukio Mishima antes
del Hara-kiri, el 25 de noviembre de 1970
La teoría es el goce de los impotentes
Jean Pierre Enard
Cada cual elije su destino.
Y prefiero la espada a la palabra,
el honor al silencio.
Al yugo prefiero el sacrificio.
Dulce es la muerte asumida
cuando vivir es arrastrarse,
reptar a los pies del invasor,
ofrecer nuestras geishas,
olvidar el color del crisantemo.
Que no llore nadie,
pues elijo la muerte a la derrota.
No es ya la edad de la palabra,
ni es la edad de los vencidos.
La muerte, a veces, es victoria.
La juventud se aleja en la marea
y la vejez como una cortina
de pájaros que cubriese el crepúsculo,
es el imperio de la decadencia.
Ni un rastro de la belleza queda.
Es mejor terminar en un instante,
antes de que las lilas se marchiten
y, corrupto el perfume, pierdan
la esencia nítida de su fragancia.
Mi sacrificio no es en vano.
Un gesto digno a tiempo
puede trocar la vida en arte.
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