domingo, 13 de noviembre de 2016

EL CIUDADANO ILUSTRE MARIANO COHN / GASTÓN DUPRAT


Algunas películas se ven porque sí y otras porque toca. "El ciudadano ilustre",  dirigida por Marinao Cohn y Gastón Duprat se ve porque sí y porque toca y porque es una comedia que podría haber escrito Valle Inclán, una comedia con andares de tragedia griega, pero que se resuelve en un inteligente giro final que viene más o menos anunciado en la película. No llega la sangre al río, quizás porque en Salas, el pueblo al que vuelve el  autor premiado con el premio Nobel de literatura, no hay río, aunque si mucha estupidez humana como en todos los microcosmos que no son sino una reducción al absurdo de la hipócrita sociedad actual, donde la mediocridad uniformiza el todo. Que mal soportamos la mirada del otro. Del ajeno, aunque haya sido uno de los nuestros. Qué mal llevamos que metan el dedo en la llaga de nuestras vergüenzas y miserias. De eso habla esta película con un ritmo sosegado y moroso, demasiado, en algunas ocasiones, pero que destila sarcasmo y un notable punto de crueldad y mala leche. El galardonado autor no aspira a convertirse en el ciudadano del año. No tenemos que congeniar con él, es un ser humano con sus defectos y virtudes, pero al menos tiene una moral y una ética, una visión del mundo, unos principios. El resto de los personajes, si exceptuamos quizás a su antigua novia, ahora mujer maltratada, al menos emocionalmente, son unos impresentables de la A a la Z. Desde el  inculto alcalde al tonto del pueblo. Todos son un  dechado de corrupción y de virtudes poco edificantes. La  película tiene varios niveles de lectura. Quizás el que menos me interesa es la reflexión sobre las razones por las cuales no se le ha concedido un premio Nobel de literatura a ningún escritor argentino. Luego tenemos el nivel  más evidente, el del costumbrismo social, donde se realiza una disección en toda regla de las corrupción, el amiguismo, la incultura y la miseria moral de un pueblo y sus gentes que en nada desmerecería en una película de Luis García Berlanga. Ese paseo por el pueblo en el camión de los bomberos acompañado del alcalde y la reina de las fiestas.  Esa selección de los cuadros para el concurso de pintura en la cual el premio Nobel es presidente del jurado a su pesar. Esa secuencia en la que es nombrado ciudadano de honor de Salas, la entrevista en la televisión local. Y esa otra secuencia del suplicanrte / demandante  de una silla de ruedas de 10.000 euros para su hijo, con uno de esos discursos demagógicos y victimistas que tanto abundan en la gente corriente.  Impagables todas estas escenas que muestran en carne viva y a golpe de bisturí los defectos y las miserias humanas de los habitantes de este pueblo que, como no, es todos los pueblos. Quizás el nivel que más me gusta es el del ajuste de cuentas del autor con su pasado, única razón por la cual regresa al pueblo del que salió para intentar no volver nunca. Esos momentos atonales, breves, casi líricos, en los cuales no sucede nada y sucede todo. Ese largo silencio dentro del coche con su exnovia, antes de darse un beso completamente insatisfactorio,  el momento en que se asoma la ventanal de la antigua casa de sus padres convertida en casposa peluquería, la visita al destartalado cementerio donde recoge una flor amarilla y la guarda en un cuaderno. Pero por encima de todo, está la parte metaliteraria, la reflexión sobre el propio acto de escribir, de por qué se escribe y para qué y desde dónde. Desde el discursos inicial en la entrega del premio Nobel, donde da por concluida su carrera literaria porque se acaba de convertir en un monumento, en una estatua, algo así como en el hombre de mármol de del recientemente desaparecido Andrzej Wajda. En el momento que nos canonizan estamos muertos. Ya solo escribimos para reyes y miembros de jurados y para una sociedad pequeñoburguesa satisfecha y encantada de haberse conocido. Esa reflexión que se une a otras sobre el origen de nuestras neurosis y sobre lo que se necesita para escribir, papel, lápiz y vanidad. Sobre todo vanidad. Un escritor sin vanidad no es nadie. Hay una importante carga de profundidad sobre la función social del escritor, que debe escribir para intentar cambiar la sociedad y sobre la decepción que el triunfo produce cuando comprendemos que por mucho que luchemos, la masa social es una bestia ciega y estúpida. Justo lo que necesitan los políticos corruptos para perpetuarse en el poder. Por eso la cultura no es un bien necesario en la sociedad y ha de ser desterrada de ella, porque molesta al poder, a los corruptos y a los hipócritas.  De todo eso y algunas cosas más nos habla "El ciudadano ilustre". Ese que nos honra pero al que es mejor mantener a distancia o muerto, porque molesta menos. Absolutamente recomendable en los malos tiempos que corren.

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